El 31 de agosto 1886, un terremoto destrozó la ciudad de Charleston, Carolina del Sur, uno de los puertos más importantes del Atlántico en Estados Unidos y lugar estratégico en la Guerra de Secesión (1861-1865), una guerra civil librada también entre dos concepciones de la vida económica: el Sur esclavista, “blanco”, agrario, confederado y separatista, y el Norte abolicionista, industrial y cuya finalidad era mantener la Unión Americana; una guerra en la que triunfó el Norte y que ahora es interpretada como una batalla definitiva contra la esclavitud.
El poeta cubano José Martí escribió una crónica sobre el terremoto de Charleston. Martí vivía en ese momento en Nueva York y su registro del acontecimiento no es resultado de una experiencia directa. Martí no estuvo en Charleston para documentar su crónica, más bien utilizó las narraciones de Henry Grady, en el diario New York Herald, publicadas entre el 1 y el 9 de septiembre de ese año. Sin embargo, Martí, después de seis años de vivir en los Estados Unidos (llegó en enero de 1880), ya había matizado su encantamiento inicial en las cuatro paredes de hierro del Imperio y su lectura de la época conjugaba de manera asombrosa la descripción de lo inmediato con una actitud ensayística y crítica que desbordaba los límites del periodismo.
Ante la ruina que dejaba el terremoto, Martí también leía el modo en el que “negros” y “blancos” enfrentaban la catástrofe y la manera en que el mismo terremoto ponía a prueba una “lánguida concordia” post-secesionista: “los blancos vencidos y los negros bien hallados viven allí después de la guerra en lánguida concordia: allí no se caen las hojas de los árboles; allí se mira el mar desde los colgadizos vestidos de enredaderas”. También Martí registra en su crónica la división étnica de la ciudad de Charleston y que de cierto modo permanece hasta la actualidad: “Las calles van derecho a los dos ríos: borda la población una alameda que se levanta sobre el agua: hay un pueblo de buques en los muelles, cargando algodón para Europa y la India: en la calle de King se comercia; la de Meeting ostenta hoteles ricos; viven los negros parleros y apretados en barrios populosos; y el resto de la ciudad es de residencias bellas”. También Martí ilustra su crónica con una cierta especulación que vinculaba el miedo y el canto afroamericano: “y los blancos arrogantes, cuando arreciaba el temor, unían su voz humildemente a los himnos improvisados de los negros frenéticos”.
Las célebres y bellas casas charlestonianas fueron destrozadas por el terremoto de 1886. En una de estas casas se filmaría, muchas décadas después, la película Lo que el viento se llevó; casas que hoy sirven para identificar el olor del old money, el capitalismo del siglo XIX que conoció y deslumbró a Martí y que en el siglo XX dio lugar al New Deal (1933-1938) de Franklin D. Roosevelt, el “nuevo trato” del capitalismo benefactor que inyectaba su entonces reluciente dinero a las clases medias para salvarlas y salvarse de los efectos de la fulminante crisis económica de 1929. Ese capitalismo vencido hoy por el new money neoliberal que ya no sueña con el olor acre del dinero, sino con la virtualidad financiera.
Sobrevive en la ciudad de Charleston una inmensa nave en la que se comerciaban esclavos, el símbolo de la ignominia del viejo capitalismo mercantil en el Atlántico y que hoy es un mercado de artesanías en el que se pueden comprar postales con los rostros de mujeres negras que caminan por las plantaciones de algodón o de ferrocarriles congelados en un segundo imaginario del siglo XIX o de hombres cargando costales en la penumbra de las misma plantaciones.
En la calle de King, el viejo comercio al que se refiere Martí, ha sido reemplazado por restaurantes cosmopolitas en los que se puede degustar comida de todos los lugares del mundo; galerías de arte, bares y en una que otra esquina se escuchan músicos de jazz o de blues que amenizan la “lánguida concordia” contemporánea de la ciudad de Charleston y que de vez en cuando se resquebraja ante la amenaza de un improbable terremoto… o con una masacre como la del pasado miércoles 17 de junio, cuando Dylan Roof entró a la Iglesia Metodista Episcopal Africana Emanuel (AME) en Charleston, la más antigua en el Sur de Estados Unidos, y disparó para asesinar a nueve personas. Roof, el inminente y solitario homicida, aparece en fotos con la bandera confederada, símbolo del esclavismo secesionista pero que también ondea en el Capitolio de Carolina del Sur. Además, Roof también se retrató con las banderas de los regímenes racistas ya extintos de Sudáfrica y Rodesia, éste ahora bajo el nombre Zimbabue.
¿Qué significa la masacre de Charleston en la sucesión de asesinatos que marcan la vida contemporánea de los Estados Unidos? El homicida solitario que planea un atentado contra los históricamente odiados, los “inferiores”, los que no deberían pertenecer a la sociedad estadunidense. Un crimen de odio, racial.
Muchos quisieran que fuera una simple expresión de cierta patología de la sociedad estadunidense que de vez en cuando estalla contra sí misma o que el asesino solitario sea declarado como un tipo que enloqueció; una locura que aniquila casi cinematográficamente a los “diferentes” por considerarlos “intrusos” y que se resuelve con una investigación del FBI o de la CIA, aderezada con la astucia de agentes secretos al servicio de una verdad por descubrir para un pueblo estadunidense que tiene derecho a conocerla.
Sin embargo, el homicida de Charleston es todavía un joven “común” estadunidense, que según un tío “vivía un poco a la deriva”, como muchos otros “chicos”; su padre le había regalado una pistola calibre 45. En Roof se condensa una furia racista articulada entre lo étnico y lo ideológico; una sociedad castigada también por un destino de Imperio actualizado en las guerras preventivas que Estados Unidos emprende en todo el mundo en nombre de la democracia; una imaginación militarizada que refuerza la lucha interna contra los “otros”, los “intrusos”, los afroamericanos cuyos antepasados esclavizados descendían de los barcos en el puerto de Charleston y eran vendidos en el mercado donde hoy se adquieren postales de un armonioso pasado esclavista; los que cantan góspel en las iglesias de Charleston y que a veces juntan sus voces “frenéticas” con las de los “blancos arrogantes”.
Las fantasías racistas de la cultura del new money que intentan “blanquear” a la sociedad y a la economía, frenar lo indetenible: la vida de una sociedad estadunidense heterogénea, donde casi todos descendieron de los barcos o cruzaron la línea fronteriza en avión o arrastrándose por el desierto o burlando a la migra. Se especula que cuando Dylan Roof emprendió el ataque, pronunció las siguientes palabras: “Tengo que hacerlo… ustedes violan a nuestras mujeres y están tomando el control de nuestro país… tienen que irse”.
Sin embargo, es muy probable que la oración homicida de Roof se estampe contra el abigarrado presente de los Estados Unidos y que los negros jamás regresen al África. Seguramente, a pesar del racismo homicida creciente en los últimos años en Estados Unidos, permanecerán los barrios de negros a las afueras de la bella ciudad de Charleston; con su pasado esclavista de plantaciones que ahora son museos, con sus reconstruidas casas charlestonianas; con su música de calle armonizando los almuerzos internacionales en la calle King, esa misma ciudad a la que Martí dedicó su exclamación de casas rotas por el terremoto: “En las casas, ¡qué desolación! No hay pared firme en toda la ciudad”.
Charleston: esa vieja ciudad que a veces simula ser algún puerto del Caribe o quizás atlánticamente entre La Habana y Montevideo, con sus ráfagas de viento en el verano a medio camino entre los dos ríos que la cruzan; lugar desde el cual ahora se exige que nunca más sean izadas la banderas confederadas y donde Barack Obama, el presidente que no logró que la Unión Americana renunciara a su vocación de imperio, pronunció un discurso el viernes y que, seguramente, se perderá en el eco arbóreo del magnífico College de Charleston, en la resonancia antigua de las casas charlestonianas rotas por el terremoto de 1886 y en la espeluznante sucesión de masacres en las que se actualiza un racismo viejo y con mucho olor al new money triunfante en nuestros días.
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